lunes, 21 de febrero de 2011

En la estación

Tarde de domingo.
Es febrero y llueve.
El gris y el frío lo envuelven todo.
Van a dar las cinco y la estación de autobuses está llena.
Siento que me rodean decenas de historias distintas, o quizás no tanto. El autobús a Madrid saldrá en pocos minutos y arañamos momentos al tiempo intentando alargar la despedida. La pareja de novios que se besan, se miran, se besan, se miran, se besan... Los amigos que se despiden hasta la próxima "huída" como diría Ismael Serrano. La mujer que viaja sola y a la que nadie acompaña, pero que está ansiosa por partir, seguramente porque allí alguien sí que la espera. Los padres que contienen las lágrimas al despedir a su hijo pequeño, trabajador desde hace poco, mileurista... y el hijo que se esfuerza en estar contento para que su madre no llore. Por un momento me parece que todos se mueven a un ritmo parecido, como bailando: una mirada, una sonrisa, una lágrima... ("sin tí tengo frío, vuelve pronto y abrígame"), una carcajada, una anécdota más, una nueva "huida" en plan ("qué suerte que nos tengamos"), un nuevo vistazo al reloj, el móvil a mano, una sonrisa de impaciencia ("enseguida, enseguida..."), una última recomendación, una caricia, un abrazo ("adelgazará, no se cuidará, le vamos a echar de menos"), hacerse mayor a golpes de ternura disimulando una lágrima ("os quiero, volveré pronto").
Entretanto dan las cinco.
Llega el autobús.
Se llena.
Se va.
Nos vamos...
Mientras me alejo el padre consuela a su mujer que como ya no tiene porqué aguantar más llora... y pienso que no me gustan las estaciones, ni las despedidas, ni la movilidad laboral, ni el ALSA, ni el gris ni las tardes de domingo...

Despedirse de alguien que quieres duele, pero también puede que sirva para saber cómo y cuánto queremos... porque a veces hay que alejarse un poco para poder enfocar con claridad. ¿será verdad?

martes, 8 de febrero de 2011

Por un beso... y una flor

"Jaime no podía hablar. Cada vez que lo intentaba las lágrimas saltaban de sus ojos y la voz se le quebraba. La tarde anterior había tenido un pequeño accidente. Se había caído cuando intentaba coger una flor de un arbusto. A ella le encantaba que le regalara una a la vez que la besaba y a él la sonrisa que ella le devolvía cada vez que así era. Se había caído así, sin más, sin resbalar, sin tropezar ni marearse... simplemente de repente se cayó. No se había roto nada pero tenía un buen golpe en la rodilla izquierda, la cual estaba tan hinchada que no se distinguía la articulación y comenzaba a ponerse bastante morada. Cuando consiguió levantarse no sin dificultad y comprobó que aunque con dolor podía caminar se fue a casa. Aquella noche casi no habló en la cena. Bastante tenía con controlarse. Jaime no comprendía cómo el paso del tiempo le había convertido en un "blandengue" y es que varias veces al día alguien se metía dentro de su pecho y le estrujaba el corazón. A veces era un recuerdo de cuando era niño, de cómo su madre le acariciaba el pelo cuando enfermaba, otras recibir un beso de sus nietos, otras enterarse de que otro amigo suyo había muerto... aunque la mayoría de las veces era ella. Recordar su olor, sus manías... sus últimas conversaciones cuando ya hablaban sin tapujos y con serenidad de lo vendría... Aquella noche en la cama apenas durmió, sólo consiguió llorar, lloró porque la echaba de menos. Diez meses sin ella era demasiado... Lloró de tristeza, porque no volvería a robar ninguna flor... Lloró también porque le dolía la rodilla, en la casa de su hija donde vivía desde hace diez meses no sabía dónde estaban los "neobrufenes" y no quería que se preocuparan más por él... y lloró porque durante los únicos quince minutos que pudo dormir, no pudo soñar con nada..."

Esta historia no es así del todo, pero sí muy parecida; él no se llama Jaime pero sí que lleva diez meses sin ella y llora porque en casa de su hijo no sabe donde está el betadine... y a mí esta semana es él el que me estruja el corazón.